Para mi amada bisabuela.
Cuando entraba a la casa ella oía mis pasos, imposibilitada de verme, buscaba la forma de sentirme y su llamado era: - ¿Quién vive?

Y seguido entrabamos en conversación, con las preguntas de lugar que le dejaban saber sobre mi situación de salud, emocional y familiar, mis planes a corto y largo plazo y cualquier información sabrosa de saber en el momento.
Recuerdo que las primeras ocasiones que esa rutina sucedió, ella pasaba a explicarme un poco el porqué del saludo, y yo iba asintiendo el valor que tiene esto para alguien que en su adolescencia vivió la intervención gringa del 16 y en su juventud sobrevivió la era en que Trujillo estaba vivo físicamente.
Algunas veces no me saludaba así. Tal vez se le olvidaba, que era algo que cada vez aumentaba en frecuencia, muchos años de vida y el doble en vivencias hacían ya peso evidente en su cuerpo. Y mientras yo crecía en juventud y adsorbía adultez y juicio ella donaba, se donaba en cada conversación.

Así era mi bisabuela, una grandiosa enseñante, su vida fue toda una sola gran lección, sin discursos, ni lecturas, una sola lección que se daba con muchas pausas y tenía lugar con cada conversación, en cada caricia, en cada comida, en cada pregunta, en cada oportunidad, en cada contacto, una sola lección que duró 99 años.
Hoy se cumplen 2 meses desde que mi amada abuela Ángela encontró sus chancletas, anillo y peine, siempre perdidos, e hizo su último viaje, un viaje de reencuentro. Este dilatado reencuentro entre ella y Dios, en el que tanta fe tenía, tardó casi un siglo de felicidad familiar.
Tus enseñanzas y tu sonrisa quedan inmortalmente impresas en nosotros y nosotras, “flores y arbustos de tu jardín”. Tú tranquila desde allá arriba, que te seguimos sintiendo cerca. Gracias por todo lo que fuiste.